[HISTORIAS DE MEDIANOCHE - CAPITULO 1 (de 2)]
Por E.H.L. para La Semana
Tengo un amigo poeta, dijo Fernando y agregó, vos sabes. Carlos no sabía o no lo recordaba, sin embargo, asintió con un leve movimiento de cabeza.
La cálida noche de enero se había alargado y la conversación había transitado senderos conocidos, pero los espacios de silencio fueron abriendo la brecha justa para la improvisación. Carlos pensó en esas partidas de ajedrez, donde ambos contendientes intentan arrastrar a su oponente por fuera de lo conocido por la teoría. No obstante, ni Fernando ni Carlos se habían propuesto tal situación. Era solo la noche; la enigmática noche en la que aflora, tras su propia evanescencia, los velos mágicos, fantasmagóricos y misteriosos.
Lo conocí poeta y llevo casi cuarenta años de amistad con él, continuó Fernando, y lo sigue siendo. Detesto las redundancias, dijo con un gesto de contrariedad y agregó, pues es bien sabido que la poesía "elije" a sus cultores y estos, inmersos en su ritual, no podrán abandonar, hicieran lo que hiciesen, el oficio.
Conservo un manuscrito que me dio cuando yo no había cumplido, aún, dieciocho años. Tiene por título "Canto de un recién nacido". Permanece junto a mis libros, en medio de ellos, con sus hojas que los años tornaron amarillentas y desgajadas.
Lo curioso de este asunto es que hace un tiempo se lo recordé y Julio -ese era el nombre de su amigo poeta- me pidió que me deshiciese de tal "engendro". Así lo calificó con malhumor. No me asombré ya que conozco la antipatía que les genera a los escritores y los poetas de las letras impresas, sobre todo aquellas que denotan los primeros balbuceos; los primeros pasos tambaleantes en busca de un estilo "propio". Siempre presos e insatisfechos ante ellas ya que resultan inmodificables. Se abisman ante la hoja en blanco pero blasfeman, afirmado el trazo, ya que los quiere "…convertir en calamares", sostienen; acotó Fernando, con un sesgo reflexivo.
Carlos sorbió de su copa y Fernando encendió un cigarrillo, jugó con las volutas de humo y se dispuso a continuar con la conversación, convertida ahora, en relato.
Conocí a Julio a principios de la década del setenta, durante un curso sobre ciencias de la comunicación, ya que tenía cierta predisposición por el periodismo. Nos hicimos amigos, aunque creo que me tomo como una especie de hermano menor a quien encauzar. Por entonces poseía una energía desmadrada, arrolladora y torpe; tan acorde con los años juveniles. Julio era apenas cuatro años mayor, pero su madurez intelectual, trabajada en la lectura, en la música y el cine lo convirtieron para mí, su amistad, en un estímulo adicional. Él ya escribía poesía y puso en mis manos una serie de libros que marcaron mi existencia. Me hice adicto a la lectura; veía cine hasta tres veces por semana y degustaba la música que me proponía escuchar. Nuestra amistad creció sustentada en mi admiración y en lo que creo representaba para él; mi desenfado.
Transitamos aquellos años con entusiasta alegría y decididamente inmersos en la carrera de periodismo. Fuimos destacados durante el primer curso, junto a otros compañeros, con quienes formamos el "Grupo de los Cinco" y con un carnet de estudiante habíamos realizados entrevistas a políticos de prestigio en una época de efervescencia y otros trabajos cuya importancia nosotros no advertíamos pero que la dirección del curso valoro y nos invitaron a participar de una charla organizada para el curso superior, próximos egresados, que daría Justo Piernes, un ya ilustre periodista de Clarín, quien había reporteado al Che Guevara en la selva boliviana y había escrito y titulado una nota "La Noticia más Importante del Siglo" sobre la primer canilla de agua corriente instalada en un recóndito pueblo salteño. Lo curioso de la nota y el título es que fue publicada el mismo día que Amstrong alunizó, la humanidad miraba absorta aquel descomunal evento y las primeras planas y las páginas centrales de los diarios destacaron, como no podía ser de otra manera.
Durante tres años compartimos casi todo, vacaciones incluidas y mis primeros escarceos con el sexo opuesto. También, claro, el espíritu revolucionario que imperaba y el ímpetu por el retorno a la democracia mancillada de continuo por los golpes militares.
Julio se caso hacía fines del tercer año de amistad y yo debí ingresar al servicio militar. La geografía y la temporalidad nos distanciaron. Sin embargo -continuó Fernando su relato- creo que tuve necesidad de transitar mi propio camino y saber cuanto del mundo incorporado y metabolizado me pertenecía; cuanto bagaje cargar sobre las espaldas y cuanto lastre echar por la borda, más allá de la influencia inevitablemente ejercida, durante aquellos años, por Julio.
Al salir de la "colimba" la democracia había retornado y como tantas otras veces los deseos de la institucionalidad mantenían la esperanza viva. Por mi parte tenía una única prioridad: un trabajo seguro y duradero. La frustración por el año perdido, el desencuentro con Julio y el resto del grupo me alejaron del periodismo. La lectura y el arte me proporcionaron, no obstante, la dosis necesaria para alimentar la imaginación. Y no era poca cosa. Conseguí rápidamente un trabajo en una empresa prospera. Administrada por un plantel de "atorrantes" que dejaron ver, al poco tiempo, cuan segura se puede ver la vida.
Extrañamente y a contra mano del derrumbe de los ideales, que se habían agigantado con el retorno a la institucionalidad y que el tiempo que se avecinaba, pisotearía con crueldad, todavía inimaginable mi existencia se tornaba más energizante y acogedora. Con veintidós años y una estadía de cuatro de introspección se abrían ante mí las opciones más singulares e insólitas. Viajaba por el país, me alojaba en los mejores hoteles y ganaba buen dinero. La pura exterioridad completaba una interioridad insatisfecha. Una gris melancolía, que se había instalado en mi vida, se disipaba como una tormenta de verano. Me gané el respeto de la manga de "atorrantes" que, aunque mayores que yo y mucho más experimentados, notaban la diferencia. Nos complementábamos. Ellos me llevaban por la noche cerrada pero yo les encendía la linterna. Cada viernes íbamos al hipódromo, después a cenar y terminábamos en Kárin, el cabaret del mundo, así se lo promocionaba. "Escolaseábamos" a todo, desde pura sangre, pasando por el poker y la quiniela.
Tres años después tuve mi primer departamento, en pleno centro de Buenos Aires. Había logrado independizarme. Visto a la distancia ya era un adulto suficientemente pelotudo pero, por aquel entonces, para un tipo venido del suburbio largarse de la casa de los padres no era cosa sencilla. De hecho las mujeres de mi generación se iban casadas o no se iban. Con los hombres siempre fue distinto en tanto y cuanto tuvieran con qué. Mi madre se preocupaba por mi ropa: Quien te la va a lavar y planchar, se preguntaba angustiada. Cuando ya llevaba un tiempo de vivir solo, una tarde que había almorzado en casa de mis "viejos" y dispuesto a partir para mi nuevo domicilio mi padre me pregunto donde iba. Le respondí que a mi casa. Me miró con una expresión de infantil sorpresa y me dijo: ¡Pero si ésta es tu casa! En fin, señaló Fernando mientras encendía otro cigarrillo, eran otros tiempos.
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La II y última parte el próximo
sábado 24 de enero.
Por E.H.L. para La Semana
Tengo un amigo poeta, dijo Fernando y agregó, vos sabes. Carlos no sabía o no lo recordaba, sin embargo, asintió con un leve movimiento de cabeza.
La cálida noche de enero se había alargado y la conversación había transitado senderos conocidos, pero los espacios de silencio fueron abriendo la brecha justa para la improvisación. Carlos pensó en esas partidas de ajedrez, donde ambos contendientes intentan arrastrar a su oponente por fuera de lo conocido por la teoría. No obstante, ni Fernando ni Carlos se habían propuesto tal situación. Era solo la noche; la enigmática noche en la que aflora, tras su propia evanescencia, los velos mágicos, fantasmagóricos y misteriosos.
Lo conocí poeta y llevo casi cuarenta años de amistad con él, continuó Fernando, y lo sigue siendo. Detesto las redundancias, dijo con un gesto de contrariedad y agregó, pues es bien sabido que la poesía "elije" a sus cultores y estos, inmersos en su ritual, no podrán abandonar, hicieran lo que hiciesen, el oficio.
Conservo un manuscrito que me dio cuando yo no había cumplido, aún, dieciocho años. Tiene por título "Canto de un recién nacido". Permanece junto a mis libros, en medio de ellos, con sus hojas que los años tornaron amarillentas y desgajadas.
Lo curioso de este asunto es que hace un tiempo se lo recordé y Julio -ese era el nombre de su amigo poeta- me pidió que me deshiciese de tal "engendro". Así lo calificó con malhumor. No me asombré ya que conozco la antipatía que les genera a los escritores y los poetas de las letras impresas, sobre todo aquellas que denotan los primeros balbuceos; los primeros pasos tambaleantes en busca de un estilo "propio". Siempre presos e insatisfechos ante ellas ya que resultan inmodificables. Se abisman ante la hoja en blanco pero blasfeman, afirmado el trazo, ya que los quiere "…convertir en calamares", sostienen; acotó Fernando, con un sesgo reflexivo.
Carlos sorbió de su copa y Fernando encendió un cigarrillo, jugó con las volutas de humo y se dispuso a continuar con la conversación, convertida ahora, en relato.
Conocí a Julio a principios de la década del setenta, durante un curso sobre ciencias de la comunicación, ya que tenía cierta predisposición por el periodismo. Nos hicimos amigos, aunque creo que me tomo como una especie de hermano menor a quien encauzar. Por entonces poseía una energía desmadrada, arrolladora y torpe; tan acorde con los años juveniles. Julio era apenas cuatro años mayor, pero su madurez intelectual, trabajada en la lectura, en la música y el cine lo convirtieron para mí, su amistad, en un estímulo adicional. Él ya escribía poesía y puso en mis manos una serie de libros que marcaron mi existencia. Me hice adicto a la lectura; veía cine hasta tres veces por semana y degustaba la música que me proponía escuchar. Nuestra amistad creció sustentada en mi admiración y en lo que creo representaba para él; mi desenfado.
Transitamos aquellos años con entusiasta alegría y decididamente inmersos en la carrera de periodismo. Fuimos destacados durante el primer curso, junto a otros compañeros, con quienes formamos el "Grupo de los Cinco" y con un carnet de estudiante habíamos realizados entrevistas a políticos de prestigio en una época de efervescencia y otros trabajos cuya importancia nosotros no advertíamos pero que la dirección del curso valoro y nos invitaron a participar de una charla organizada para el curso superior, próximos egresados, que daría Justo Piernes, un ya ilustre periodista de Clarín, quien había reporteado al Che Guevara en la selva boliviana y había escrito y titulado una nota "La Noticia más Importante del Siglo" sobre la primer canilla de agua corriente instalada en un recóndito pueblo salteño. Lo curioso de la nota y el título es que fue publicada el mismo día que Amstrong alunizó, la humanidad miraba absorta aquel descomunal evento y las primeras planas y las páginas centrales de los diarios destacaron, como no podía ser de otra manera.
Durante tres años compartimos casi todo, vacaciones incluidas y mis primeros escarceos con el sexo opuesto. También, claro, el espíritu revolucionario que imperaba y el ímpetu por el retorno a la democracia mancillada de continuo por los golpes militares.
Julio se caso hacía fines del tercer año de amistad y yo debí ingresar al servicio militar. La geografía y la temporalidad nos distanciaron. Sin embargo -continuó Fernando su relato- creo que tuve necesidad de transitar mi propio camino y saber cuanto del mundo incorporado y metabolizado me pertenecía; cuanto bagaje cargar sobre las espaldas y cuanto lastre echar por la borda, más allá de la influencia inevitablemente ejercida, durante aquellos años, por Julio.
Al salir de la "colimba" la democracia había retornado y como tantas otras veces los deseos de la institucionalidad mantenían la esperanza viva. Por mi parte tenía una única prioridad: un trabajo seguro y duradero. La frustración por el año perdido, el desencuentro con Julio y el resto del grupo me alejaron del periodismo. La lectura y el arte me proporcionaron, no obstante, la dosis necesaria para alimentar la imaginación. Y no era poca cosa. Conseguí rápidamente un trabajo en una empresa prospera. Administrada por un plantel de "atorrantes" que dejaron ver, al poco tiempo, cuan segura se puede ver la vida.
Extrañamente y a contra mano del derrumbe de los ideales, que se habían agigantado con el retorno a la institucionalidad y que el tiempo que se avecinaba, pisotearía con crueldad, todavía inimaginable mi existencia se tornaba más energizante y acogedora. Con veintidós años y una estadía de cuatro de introspección se abrían ante mí las opciones más singulares e insólitas. Viajaba por el país, me alojaba en los mejores hoteles y ganaba buen dinero. La pura exterioridad completaba una interioridad insatisfecha. Una gris melancolía, que se había instalado en mi vida, se disipaba como una tormenta de verano. Me gané el respeto de la manga de "atorrantes" que, aunque mayores que yo y mucho más experimentados, notaban la diferencia. Nos complementábamos. Ellos me llevaban por la noche cerrada pero yo les encendía la linterna. Cada viernes íbamos al hipódromo, después a cenar y terminábamos en Kárin, el cabaret del mundo, así se lo promocionaba. "Escolaseábamos" a todo, desde pura sangre, pasando por el poker y la quiniela.
Tres años después tuve mi primer departamento, en pleno centro de Buenos Aires. Había logrado independizarme. Visto a la distancia ya era un adulto suficientemente pelotudo pero, por aquel entonces, para un tipo venido del suburbio largarse de la casa de los padres no era cosa sencilla. De hecho las mujeres de mi generación se iban casadas o no se iban. Con los hombres siempre fue distinto en tanto y cuanto tuvieran con qué. Mi madre se preocupaba por mi ropa: Quien te la va a lavar y planchar, se preguntaba angustiada. Cuando ya llevaba un tiempo de vivir solo, una tarde que había almorzado en casa de mis "viejos" y dispuesto a partir para mi nuevo domicilio mi padre me pregunto donde iba. Le respondí que a mi casa. Me miró con una expresión de infantil sorpresa y me dijo: ¡Pero si ésta es tu casa! En fin, señaló Fernando mientras encendía otro cigarrillo, eran otros tiempos.
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La II y última parte el próximo
sábado 24 de enero.
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