sábado, 24 de enero de 2009

Amistad, amor y poesía

[HISTORIAS DE MEDIANOCHE - CAPITULO 2 (ùltimo)]
Por E.H.L. para La Semana

... Tres años después tuve mi primer departamento, en pleno centro de Buenos Aires. Había logrado independizarme. Visto a la distancia ya era un adulto suficientemente pelotudo pero, por aquel entonces, para un tipo venido del suburbio largarse de la casa de los padres no era cosa sencilla. De hecho las mujeres de mi generación se iban casadas o no se iban. Con los hombres siempre fue distinto en tanto y cuanto tuvieran con qué. Mi madre se preocupaba por mi ropa: Quien te la va a lavar y planchar, se preguntaba angustiada. Cuando ya llevaba un tiempo de vivir solo, una tarde que había almorzado en casa de mis "viejos" y dispuesto a partir para mi nuevo domicilio mi padre me pregunto donde iba. Le respondí que a mi casa. Me miró con una expresión de infantil sorpresa y me dijo: ¡Pero si ésta es tu casa! En fin, señaló Fernando mientras encendía otro cigarrillo, eran otros tiempos.
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El mundo externo se había convertido en caótico y golpe militar del 76 comenzaba hacer estragos. Por otra parte y a pesar de toda aquella prosperidad el mundo femenino, siempre intrigante y enigmático, permanecía en un plano distante y al que debía adentrarme.
Mi personalidad era sustancialmente tímida e introvertida, y aunque ciertos arrestos temperamentales lograban vencer de tanto en tanto en mi mundo laboral, había escogido una existencia solitaria o me había preservado en ella por añejos e inauditos temores. Años después comprendí que aquella elección me había salvado.
Leía, veía cine y teatro y deambulaba sin destino. Pero poseía la mística de la observación. Mi padre sostenía que "…mirando se aprende". Lo cierto es que en esos años y en medio de la turbulencia más feroz el inexplorado mundo femenino comenzó a abrirse para mí. Entendí y comprendí, tan rápido como me fue posible, algunas claves y signos de seducción ligados a la vulnerabilidad de las mujeres. De modo tal, que si lograba vencer mi propia vulnerabilidad o mostrarla, al menos, con fingido disimulo la perspectiva de allanar el camino a ellas eran correctas. Con esas pocas armas comencé mi campaña.
Desde hacía varios años transitaba las librerías, los cafés literarios y los cines y teatros de la calle Corrientes, fueron mi coto de caza. Una noche de febrero conocí a Alicia. La aborde cruzando la calle cuando iba al cine, con su entrada ya adquirida. Era una rubia de ojos verdes y mirada firme; estaba perfectamente bronceada, ataviada con un ajustado solero blanco de breteles muy finos. No respondió a mis balbuceantes y primeros embates, pero no sentí, sin embargo, rechazo alguno. Mientras ella ingresaba a la sala yo sacaba mi propia entrada, corría por el pasillo, seguido por el acomodador, y me senté a su lado. Le pregunté que película se proyectaría con ingenuidad ya que mi único motivo en aquella sala era ella. "El Árbol de los Suecos" respondió lacónicamente, manteniendo la distancia. Cuando las luces se atenuaron y justo antes que se apagaran dije, mirándola con la expresión más arrebatada y torpe: ¡Que bellos ojos! Me miró y dijo: Mira la película y deja de decir idioteces. Pensé entonces, obedeciendo su orden, que lejos de sentirme desairado, ella había dejado abierto, con sutil hostilidad, el espacio justo para el encuentro. La invite a tomar café al salir y acepto. Fuimos al Bar Azul que estaba al lado del cine. Era un pequeño bar con un entrepiso al que se accedía por una estrecha y empinada escalera. Mientras subíamos los peldaños pude disfrutar de la perfecta forma de su espalda, la redondez de su trasero, la firmeza de sus maravillosas piernas y sus pequeños pies apenas cubiertos por unas sandalias blancas de tacos bajos y ajustadas tiras.
Gozaba de todo aquello como nunca antes y aquel goce se traducía en una sonrisa amplia y una relajación emocional que se advertía. Ya sabía como operaba la curiosidad en las mujeres pero mi placidez no era fingida, sino auténticamente genuina.
Yo esperaba la pregunta y ella preguntó. Le dije, sin otro reparo que la utilización de la palabra medida, el disfrute de lo visto y evaluado. Sonrió, solo sonrió sin ninguna afectación. Y comprendí lo que ella comprendía. La conversación prosiguió.
Era profesora de literatura y escritora. Observe el cambio producido desde su firmeza imperativa inicial hasta la fina y delicada dulzura, que ahora exponía, durante el intercambio que supone el conocimiento primigenio entre dos extraños.
Había regresado de unas cortas vacaciones en el mar, y aún le quedaban unos días de ocio recreativo. Caminamos sin rumbo y la invite a mi departamento de soltero. Rechazó esta posibilidad con pícara elegancia. La charla continuó con marcado interés y sin advertirlo estábamos en Plaza de Mayo. Nos sentamos en el silencio de la noche, apenas interrumpido por el siseo de los neumáticos del algún automóvil. Las horas transcurrían y buscamos otro bar para terminar la noche. Por esas horas ya no había nada abierto y finalmente acepto compartir un café en mi hogar. Mientras preparaba el café, buscaba las tazas y la bandeja donde servirlo, ella se sentó frente a la biblioteca y comenzó a preguntar por los libros que allí veía. Leíste a Rimbaud, preguntó. Si, respondí. Y siguió nombrando a los autores que el lomo de los libros enunciaba.
Luego de un breve silencio ingrese al living con la bandeja y las humeantes tazas de café. Le acerque su taza con el mayor sigilo, tratando de no interrumpir la lectura a la que se había abocado. Tenía en sus manos aquel manuscrito de mi amigo Julio, "Canto de un recién nacido". Me senté en un almohadón cerca, muy cerca, de sus bellas piernas. Desde allí la miraba y mi deseo crecía sin que yo pudiera hacer algo para detenerlo. Bebía su café sin perder la concentración en la lectura de esos poemas. Yo había comenzado a acariciar su pie y mi mano subió, suave y delicadamente, por su tobillo. Ella fingía no darse cuenta.
Cuando cerró el manuscrito me preguntó quién había escrito esos poemas. Un amigo, respondí. Ella me miró con suspicaz embelezo y dejó caer un bretel de su solero con la sensualidad que la audacia del deseo impulsa.
La luz del amanecer ingresa por los intersticios del ventanal. El mediodía nos despertó y mientras compartíamos el desayuno le pregunté cuándo había tomado la decisión, porque yo había comprendido muy claramente, que como siempre, la decisión era de ellas. Pero estaba intrigado. Pensé que el momento había sido cuando le manifesté, con desparpajo, el impacto de su hermosura, al subir la escalera. Si, me dije, por eso permitió que la noche se prolongara.
La mirada verde de sus bellos ojos traslució la infinita ternura de una mujer enamorada. Dijo entonces con estilo mundano: Quise saber como era un hombre que tiene un amigo poeta.

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