sábado, 13 de diciembre de 2008

Sobre muchas virtudes y algunas miserias

[EL HOSPITAL POR DENTRO]
Por: Juan Carlos Alvarez Asenjo
Una intervención quirúrgica siempre es una experiencia traumática. Por lo menos para el paciente. Pasé por ella recientemente y puedo atestiguar que lo fue, pero sólo en el proceso preoperatorio. Análisis, radiografías, exámenes diversos y ecografías constituyeron una rutina previa no excesivamente molesta, pero sí agravada por la incertidumbre y el miedo. Dejó de serlo en el mismo momento en que ingresé al quirófano del Hospital San José de Capilla del Señor.
Allí me saludó afablemente quien dijo ser el médico anestesista que habría de asistirme. Olvidé su nombre –la circunstancia no me permitía registrarlo en mi agenda–, pero guardo el recuerdo de su amable recepción. Antes de dormirme alcancé a distinguir, ya casi desdibujándose, algunos rostros sonrientes, incluido el de mi médico, el Dr. Carlos Alberti. Después, la nada.
Recobré la conciencia en una impecable habitación con dos camas, al lado de Anina, mi mujer, quien no pudo ocultar su cara de susto pese a su empeño de mostrarse relajada y tranquila. A partir de entonces comenzó el silencioso desfile de batas verdes, dedicadas quienes las vestían a atender detalles tales como indicarme dónde estaba el timbre, encender el televisor, manipular la cama articulada para mi mayor confort, suministrarme no sé cuántas píldoras en el horario preciso, cambiar apósitos, preguntarme siempre cómo me sentía, reponer cuando agotaban sus contenidos esos recipientes colgados y unidos a mí por un laberinto de conductos, controlar mi presión arterial y responder con prontitud a cada una de mis demandas, que espero no hayan sido excesivas. Quizás fui demasiado insistente con el tema de las comidas, tan repetitivas e insípidas como lo imponía la rigurosa dieta; pero debí entender finalmente que no era la ocasión de reclamar placeres de gourmet. Lo señalo, sin embargo, como el primer defecto que detecté durante mi estadía de cuatro días en nuestro modélico hospital municipal.
Así se lo comenté a su Director, el Dr. Enrique Pappi, quien a diferencia de lo que hacen habitualmente sus pares en otros centros de salud públicos o privados, visita todos los días a cada uno de los pacientes internados. Me prometió que iba a revisar el tema gastronómico. Animado por su favorable disposición, aproveché para advertirle sobre otras deficiencias que había percibido mi agudo ojo crítico: una canilla del lavabo goteaba (el encargado de mantenimiento la reparó a los pocos minutos). Y faltaban dos bombillas de luz, una sobre cada cama de la habitación. Y además no había teléfono, ¿cómo podían mis parientes y amigos de distintas latitudes del planeta interesarse por mi salud, algo que como bien se sabe tiene magníficas consecuencias terapéuticas?
El Dr. Pappi guardó silencio por un instante, para responderme después con evidente pesadumbre: "Es que los roban. Los teléfonos tuvimos que quitarlos –los que quedaron– porque desaparecían a cada rato. Y también instalamos lámparas de bajo consumo en todas las habituaciones; a las 24 horas no quedaba una sola".
El dato es terrible. Habla de una sociedad, la nuestra, con una profunda enfermedad moral. Esa no se cura en el Hospital San José. Allí se lucha denodadamente por restituir la salud del cuerpo; lo hace un equipo heterogéneo que desde sus diversas responsabilidades hace gala no sólo de una profesionalidad del mejor nivel, sino también de una excepcional calidad humana. Doy fe de ello por haber sido uno de sus beneficiarios; mi agrade-cimiento es infinito. Pero también soy parte –y me avergüenza– de una sociedad en la que hay individuos capaces de robar lamparitas, ropa de cama, teléfonos y hasta artefactos de baño en el hospital de todos. En ese ejemplar Hospital San José de Capilla del Señor en el que los únicos defectos señalables son los atribuibles a los muchos vándalos que atentan a diario contra la convivencia y el interés común. Urge restituir paradigmas éticos que parecen haber sido olvidados; es la gran empresa que debe abordar nuestro país y que nos compromete a todos, comenzando por las más altas instancias del poder.
En tanto, con mucha vergüenza, le pido disculpas a esa magnífica gente que he conocido en nuestro hospital: a las recepcionistas, al joven médico de guardia que completó planillas cuando ingresé, al personal auxiliar que lo mantiene impecable, a las enfermeras, a su Director, al anestesista cuyo nombre olvidé, a los responsables de la cocina aunque no le pusieran una pizca de sal a mi comida y a ese estupendo profesional, Dr. Carlos Alberti, al que Dios quiso poner en mi camino. Sin olvidar a ninguno, a todos, citados o no, muchas gracias.

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