Libros y corazas
[Por E.H.L. para La Semana]
Salí de la redacción luego de entregar mi trabajo. Me sentía ciertamente contrariado. Pensé por un momento que la semana había proporcionado suficiente material y que expresar todos los temas, en los que pude involucrarme emocionalmente, no resultaba posible ya que la vorágine informativa impone una selección que inevitablemente, para quienes desarrollamos la información, nos resulta arbitraria. Es un tema recurrente en toda redacción a la hora del cierre y todo se resume, finalmente, a que entra y que no. No es un trabajo sencillo, para un editor, tener que decidir y no envidiaba la posición de Gustavo. Esa contrariedad y esos pensamientos me depositaron, sin que lo advirtiera en el “Café de lo Jueves”.
Freddy, que manejaba la bandeja con destreza, me sirvió mi cortado liviano al tiempo que apoyaba mi humanidad sobre la silla.
“Lo vi llegar, dijo Freddy, y anticipe su pedido”, agregó.
“Bien, dije, llevá el cortado y servime un coñac”. Lo mire con adustes solo para fastidiarlo y luego, ante su rostro asombrado, reí y le dije que el coñac era para Félix que ya se encaminaba hacía “nuestra mesa”.
Al cabo Daniel, Bernardo, Omar y José completaron la escenografía.
“Que semanita”, dijo José.
“Si”, replico Omar, y agregó, “como maza sin levadura, puro engrudo”.
Félix soltó la carcajada y le salió coñac por la nariz.
Bernardo dijo: Daniel espolvorea maicena pero Félix es un “cafishio” que esparce sublime licor sobre nuestras vestiduras.
Daniel expresó: “vendita maicena y no ceniza volcánica”.
Félix tomó el tema del volcán chileno Chainten y dijo: Que poco hace falta para ver, tan nítidamente, la naturaleza humana. Ví y sentí la angustia de esas personas que debieron abandonar sus hogares. “Yo nací aquí” decían unos y marchaban abrumados. Comprendí, continuó, como puede afectar el alma humana el destierro, por más transitorio que parezca.
José apunto: El destierro era uno de los máximos castigos en la antigüedad y partir es siempre morir un poco.
“Si”, dijo Bernardo para sacudir el clima que se estaba gestando: “y morir es partir exageradamente. Pero, agregó, si quieren sucumbir al encanto trágico de la existencia, podemos hablar del ciclón que arraso a la ex Birmania y nos pedimos unos vinos”.
“Ah, exclamó Daniel, un buen vino es siempre bienvenido y sugiere un brindis por la buenaventura de quienes, por ejemplo, disputan por nimiedades sin ver que no hacen más que convocar a las ´Iras del Señor‘, sin pensar que un día podría derramarse por estas tierras”.
José se paró y dijo: El tenor de esta conversación hace imposible que continúe aquí. Y agregó con una majestuosa reverencia: mis alumnos esperan de mí el máximo entusiasmo y si no “rajo” pronto claudico. Y se fue.
Hubo un silencio de recomposición y Daniel mencionó la “Feria del Libro” y el artículo que publicara La Semana sobre la presencia de nuestro medio en tan importante foro.
Bernardo se sumo al tema y mencionó una encuesta sobre lo poco que se lee, dijo: “El cincuenta y ocho por ciento de los encuestados no leyó un solo libro en el último año”. Y agrego: “Solo un pequeño porcentaje encaro uno solo”.
“Esconden la lepra de los muros” dijo Félix refiriéndose a lo expresado por Arthur Rimbaud. Luego, reflexionó y dijo: Nuestra generación leyó los mismos libros y aquí estamos “…a los gritos y en pelotas…”.
Omar fue quien rió, ahora, por la ocurrencia de Félix y dijo: Leer un libro es un acto único. Irreemplazable. Yo leía en el colectivo y hasta el olor del libro se incorporaba y permanecía allí, en mis fosas nasales, por largo tiempo. Mis libros conservan aún aquel olor a “…coraza sudorosa y protectora”. Y continuó: Hubo un tiempo en que mi hermana y yo atravesamos simul-táneamente los avatares del desen-cuentro amoroso. Mi querida hermana sucumbió con una Smith Hueso en su mano derecha
Yo pensé, en esos amargos días, que mis libros me habían salvado y ciertamente la experiencia de los otros transmitida en palabras y encuadernadas en un libro tienen como utilidad final protegernos de las angustias que nos acechan. Y finalizó: “El límite de mi mundo es mi lenguaje”, citando sin mencionar a un brillante lingüista.
[Por E.H.L. para La Semana]
Salí de la redacción luego de entregar mi trabajo. Me sentía ciertamente contrariado. Pensé por un momento que la semana había proporcionado suficiente material y que expresar todos los temas, en los que pude involucrarme emocionalmente, no resultaba posible ya que la vorágine informativa impone una selección que inevitablemente, para quienes desarrollamos la información, nos resulta arbitraria. Es un tema recurrente en toda redacción a la hora del cierre y todo se resume, finalmente, a que entra y que no. No es un trabajo sencillo, para un editor, tener que decidir y no envidiaba la posición de Gustavo. Esa contrariedad y esos pensamientos me depositaron, sin que lo advirtiera en el “Café de lo Jueves”.
Freddy, que manejaba la bandeja con destreza, me sirvió mi cortado liviano al tiempo que apoyaba mi humanidad sobre la silla.
“Lo vi llegar, dijo Freddy, y anticipe su pedido”, agregó.
“Bien, dije, llevá el cortado y servime un coñac”. Lo mire con adustes solo para fastidiarlo y luego, ante su rostro asombrado, reí y le dije que el coñac era para Félix que ya se encaminaba hacía “nuestra mesa”.
Al cabo Daniel, Bernardo, Omar y José completaron la escenografía.
“Que semanita”, dijo José.
“Si”, replico Omar, y agregó, “como maza sin levadura, puro engrudo”.
Félix soltó la carcajada y le salió coñac por la nariz.
Bernardo dijo: Daniel espolvorea maicena pero Félix es un “cafishio” que esparce sublime licor sobre nuestras vestiduras.
Daniel expresó: “vendita maicena y no ceniza volcánica”.
Félix tomó el tema del volcán chileno Chainten y dijo: Que poco hace falta para ver, tan nítidamente, la naturaleza humana. Ví y sentí la angustia de esas personas que debieron abandonar sus hogares. “Yo nací aquí” decían unos y marchaban abrumados. Comprendí, continuó, como puede afectar el alma humana el destierro, por más transitorio que parezca.
José apunto: El destierro era uno de los máximos castigos en la antigüedad y partir es siempre morir un poco.
“Si”, dijo Bernardo para sacudir el clima que se estaba gestando: “y morir es partir exageradamente. Pero, agregó, si quieren sucumbir al encanto trágico de la existencia, podemos hablar del ciclón que arraso a la ex Birmania y nos pedimos unos vinos”.
“Ah, exclamó Daniel, un buen vino es siempre bienvenido y sugiere un brindis por la buenaventura de quienes, por ejemplo, disputan por nimiedades sin ver que no hacen más que convocar a las ´Iras del Señor‘, sin pensar que un día podría derramarse por estas tierras”.
José se paró y dijo: El tenor de esta conversación hace imposible que continúe aquí. Y agregó con una majestuosa reverencia: mis alumnos esperan de mí el máximo entusiasmo y si no “rajo” pronto claudico. Y se fue.
Hubo un silencio de recomposición y Daniel mencionó la “Feria del Libro” y el artículo que publicara La Semana sobre la presencia de nuestro medio en tan importante foro.
Bernardo se sumo al tema y mencionó una encuesta sobre lo poco que se lee, dijo: “El cincuenta y ocho por ciento de los encuestados no leyó un solo libro en el último año”. Y agrego: “Solo un pequeño porcentaje encaro uno solo”.
“Esconden la lepra de los muros” dijo Félix refiriéndose a lo expresado por Arthur Rimbaud. Luego, reflexionó y dijo: Nuestra generación leyó los mismos libros y aquí estamos “…a los gritos y en pelotas…”.
Omar fue quien rió, ahora, por la ocurrencia de Félix y dijo: Leer un libro es un acto único. Irreemplazable. Yo leía en el colectivo y hasta el olor del libro se incorporaba y permanecía allí, en mis fosas nasales, por largo tiempo. Mis libros conservan aún aquel olor a “…coraza sudorosa y protectora”. Y continuó: Hubo un tiempo en que mi hermana y yo atravesamos simul-táneamente los avatares del desen-cuentro amoroso. Mi querida hermana sucumbió con una Smith Hueso en su mano derecha
Yo pensé, en esos amargos días, que mis libros me habían salvado y ciertamente la experiencia de los otros transmitida en palabras y encuadernadas en un libro tienen como utilidad final protegernos de las angustias que nos acechan. Y finalizó: “El límite de mi mundo es mi lenguaje”, citando sin mencionar a un brillante lingüista.
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