Scrabel
Por E.H.L. para La Semana
“…Arde su deseo en mis manos. “Esta aquí” dice con una voz pequeña. Y toco mi muñeca y mi brazo bajo el “sweater”. La ilumina el deseo y la oscurece el temor. Ella tiene, también, recuerdos lejanos y vivos. Han regresado a su memoria pero solo los murmura. Siente la pena y la congoja de antiguos yerros. Comprende mi dolor y en el viento de la noche su alma lo silencia. Las palabras van y vienen, aunque esta ves, agonías profundas exhuman llantos sepultados. “Te noto ausente”, observa. Pienso: Ha sido necesario nadar en esas oscuras aguas, nuevamente. Yo, que me ahogaría en un charco, puedo, sin embargo, emerger en el oleaje bravío del dolor. Se va. Se marcha sin la mirada del adiós. Resuenan en el camino de regreso unas palabras sombrías: “Mi carne trasmuta desolada en tu beso detenido. Mi latido se apaga en tu abrazo esquivo”. Bajo el siseo de las ruedas del vehículo la ruta marca mi destino en la noche helada de un verano demorado…”
Apenas unos momentos antes, cuando ingrese al “Café de los Jueves”, Félix, sentado en la mesa del bar y luego del saludo me leyó esas lí-neas de un texto que, puntualizó, “…es el párrafo final de una novela.”
Ah, dije, el deleite por la literatura ha socavado la lánguida apariencia de mi viejo amigo.
Tal ves, respondió Félix, y agrego: quizás se trate de la “delectación morosa” de la que hablaba Lugones. Pero claro, continuó, yo no poseo tal talento y por otra parte, se trata de un final al que le falta “el resto”.
Normalmente, dije, cuando pensamos en contar una historia conocemos el principio y vislumbramos el final, pero resulta fatigoso el “…entre tanto”.
Félix asintió y agrego: no siempre se ve el edificio en su conjunto y repitió: solo tengo ese párrafo final.
Antes que pudiera decir algo más entraron al café Daniel, Bernardo, Omar y José.
El tanguero desgrano su habitual: “que hay de nuevo”.
Bernardo percibió el clima intimista de las conversaciones privadas y dijo: “estos dos están enamorados de tal modo que hoy nos sentamos en otro lado”.
Félix señaló: “compartan nuestra felicidad. El periodista acaba de declararme su amor.
Todos reímos. No obstante Daniel pregunto de qué hablábamos.
De literatura, dije.
Bien, dijo Bernardo, si hablaban de literatura hablaban de mujeres y ese tema es tan impor-tante que hay que compartirlo.
Omar asintió y dijo a su ves: yo de faina ya estoy cansado de modo que otro tema y sobre todo de mujeres quiero oír.
José no perdió su oportunidad y gloso: “…me electrizan las burbujas y los ojos femeninos…”.
Y Daniel arremetió: si se trata de mujeres no perdamos tiempo; me quiero alegrar la vida, así sea por un instante, ya que con la “minas” nunca se sabe.
Félix dijo entonces con suspicacia: “haber, que les hace pensar, al club de onanistas, que hablar de literatura implica hablar de mujeres”.
José tomo la posta e indicó: “Borges hubo de mencionar que en toda conversación entre hombres, se trate de literatura u otra cosa, se halla presente, siempre, el “…eterno femenino”, de modo tal que porqué deberíamos pensar en otra posibilidad, si, por otra parte, vuestros rostros, muecas o gestos lo deschaban.
Ah, dijo Félix, el vejete se la sabe “lunga”.
Toda la reunión fue un festín de un largo anecdotario “…cargados de hazañas...”. Camino a casa recordé haber leído hace poco un texto sobre las vicisitudes que todo escritor enfrenta ante la hoja en blanco. Un interesante artículo literario donde el autor describía las distintas y dispares maneras de comenzar un relato, pero nada decía sobre como terminarlo. Estaba sorprendido de un texto como conclusión o punto final al que le faltaba “…el resto”.
Advertí entonces la astucia de la palabra escrita y su potencial proclividad al engaño, si nos toma por sorpresa. Pero donde ese juego es justamente lo que hace a la esencia misma del hecho literario.
Cuando se escribe el final de un cuento o una novela es porque se sabe tanto el principio como las etapas sucesivas. El truco, el viejo truco, es que cuando el final nos atrapa siempre querremos saber “…el resto.”
“…Arde su deseo en mis manos. “Esta aquí” dice con una voz pequeña. Y toco mi muñeca y mi brazo bajo el “sweater”. La ilumina el deseo y la oscurece el temor. Ella tiene, también, recuerdos lejanos y vivos. Han regresado a su memoria pero solo los murmura. Siente la pena y la congoja de antiguos yerros. Comprende mi dolor y en el viento de la noche su alma lo silencia. Las palabras van y vienen, aunque esta ves, agonías profundas exhuman llantos sepultados. “Te noto ausente”, observa. Pienso: Ha sido necesario nadar en esas oscuras aguas, nuevamente. Yo, que me ahogaría en un charco, puedo, sin embargo, emerger en el oleaje bravío del dolor. Se va. Se marcha sin la mirada del adiós. Resuenan en el camino de regreso unas palabras sombrías: “Mi carne trasmuta desolada en tu beso detenido. Mi latido se apaga en tu abrazo esquivo”. Bajo el siseo de las ruedas del vehículo la ruta marca mi destino en la noche helada de un verano demorado…”
Apenas unos momentos antes, cuando ingrese al “Café de los Jueves”, Félix, sentado en la mesa del bar y luego del saludo me leyó esas lí-neas de un texto que, puntualizó, “…es el párrafo final de una novela.”
Ah, dije, el deleite por la literatura ha socavado la lánguida apariencia de mi viejo amigo.
Tal ves, respondió Félix, y agrego: quizás se trate de la “delectación morosa” de la que hablaba Lugones. Pero claro, continuó, yo no poseo tal talento y por otra parte, se trata de un final al que le falta “el resto”.
Normalmente, dije, cuando pensamos en contar una historia conocemos el principio y vislumbramos el final, pero resulta fatigoso el “…entre tanto”.
Félix asintió y agrego: no siempre se ve el edificio en su conjunto y repitió: solo tengo ese párrafo final.
Antes que pudiera decir algo más entraron al café Daniel, Bernardo, Omar y José.
El tanguero desgrano su habitual: “que hay de nuevo”.
Bernardo percibió el clima intimista de las conversaciones privadas y dijo: “estos dos están enamorados de tal modo que hoy nos sentamos en otro lado”.
Félix señaló: “compartan nuestra felicidad. El periodista acaba de declararme su amor.
Todos reímos. No obstante Daniel pregunto de qué hablábamos.
De literatura, dije.
Bien, dijo Bernardo, si hablaban de literatura hablaban de mujeres y ese tema es tan impor-tante que hay que compartirlo.
Omar asintió y dijo a su ves: yo de faina ya estoy cansado de modo que otro tema y sobre todo de mujeres quiero oír.
José no perdió su oportunidad y gloso: “…me electrizan las burbujas y los ojos femeninos…”.
Y Daniel arremetió: si se trata de mujeres no perdamos tiempo; me quiero alegrar la vida, así sea por un instante, ya que con la “minas” nunca se sabe.
Félix dijo entonces con suspicacia: “haber, que les hace pensar, al club de onanistas, que hablar de literatura implica hablar de mujeres”.
José tomo la posta e indicó: “Borges hubo de mencionar que en toda conversación entre hombres, se trate de literatura u otra cosa, se halla presente, siempre, el “…eterno femenino”, de modo tal que porqué deberíamos pensar en otra posibilidad, si, por otra parte, vuestros rostros, muecas o gestos lo deschaban.
Ah, dijo Félix, el vejete se la sabe “lunga”.
Toda la reunión fue un festín de un largo anecdotario “…cargados de hazañas...”. Camino a casa recordé haber leído hace poco un texto sobre las vicisitudes que todo escritor enfrenta ante la hoja en blanco. Un interesante artículo literario donde el autor describía las distintas y dispares maneras de comenzar un relato, pero nada decía sobre como terminarlo. Estaba sorprendido de un texto como conclusión o punto final al que le faltaba “…el resto”.
Advertí entonces la astucia de la palabra escrita y su potencial proclividad al engaño, si nos toma por sorpresa. Pero donde ese juego es justamente lo que hace a la esencia misma del hecho literario.
Cuando se escribe el final de un cuento o una novela es porque se sabe tanto el principio como las etapas sucesivas. El truco, el viejo truco, es que cuando el final nos atrapa siempre querremos saber “…el resto.”
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